Francisco Díaz Montilla
Friedman nos enseña que hay cuatro formas de gastar el
dinero, según que sea el de uno, o de otro.
Uno puede gastar el dinero propio en uno mismo. En este
caso, se procede cautamente, procurando maximizar cada centavo, atendiendo
fundamentalmente las necesidades que han de ser satisfechas.
Uno puede, además, gastar el dinero propio en otro; cuando
–por ejemplo- lo usamos para comprar un regalo a una amistad. En este caso,
somos cuidadosos de no gastar demasiado, aunque tampoco nos preocupamos por cuánto
obtiene el otro de la compra recibida.
Uno puede, por otra parte, gastar el dinero ajeno en uno
mismo; por ejemplo, el empleado de una empresa que es enviado al extranjero,
con alimentación, transporte y hospedaje pagados. En este caso nos cercioramos
de que los productos elegidos sean de calidad, que satisfagan nuestras
necesidades, sin considerar –necesariamente- el precio. ¡Lo que no nos cuesta,
hagámoslo fiesta!
Finalmente, uno puede gastar el dinero ajeno en otros. En
este caso, se es un “distribuidor de fondos de bienestar”; pero incluso cuando
se tengan las mejores intenciones, no se tendrá jamás el cuidado como cuando se
trata del propio dinero: Varela, por ejemplo, no gasta el dinero de su empresa
con los mismos parámetros con los que dispone de fondos públicos.
Por supuesto, cuando se trata de dinero del gobierno,
quienes son autoridad en algún sentido gastan no sólo en sí mismos, por
ejemplo, cuando el magistrado representa al país en algún encuentro
internacional, o el diputado realiza una visita de trabajo a una nación amigo;
sino también en otros, por ejemplo, en programas como 100/70, beca universal, o
como cuando se reparten colchones, neveras, palas, rastrillos, etc. sin control
alguno en los llamados gabinetes sociales.
Posiblemente haya quien justifique falazmente el mal hábito
de los gobernantes de repartir a diestra y siniestra argumentando que esas
acciones no son más que formas de retorno mínimo de lo que mediante impuestos
(directos o indirectos) se ha “dado” al fisco, de modo que cuando el gobierno
da, debe interpretarse como un acto mediante el cual el pueblo se da a sí
mismo.
Por otro lado, no faltará quien argumente que esa es una
forma de hacer efectiva la justicia social, una forma de reducir desigualdades,
pues en un país que progresa, no todos tienen la capacidad para progresar por
sí mismos, por lo cual no está demás un empujón gubernamental, aunque dicho
empujón cueste varios millones de dólares.
Por tanto, en uno u otro escenario, no se debe reclamar a
los políticos, cuyos actos son –siempre- bienintencionados. En uno u otro
escenario está servida la mesa para las prácticas clientelistas y populistas a
las que nos hemos venido acostumbrando desde hace algunos años y que –al
parecer- son fuente de felicidad para muchos.
Como sea, para gastar lo ajeno en uno mismo o en otros no se
requieren grandes talentos; basta con un poco de determinación personal, cierta
propensión al cinismo, ser un convencido de que la gente es estúpida y contar
con la logística y plataforma política-partidaria adecuada.
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