Francisco Díaz Montilla
Una cosa son las expectativas subjetivas de las personas y otras muy distintas las obligaciones objetivas de los Estados. En materia de derechos humanos, por ejemplo, cada uno de nosotros -seamos expertos o legos- puede tener un sentido distinto de qué significan, su alcance, sus titulares y sus interpretaciones. Pero nada de eso es vinculante en casos reales, no son más que opiniones; y aunque las opiniones puedan basarse en la libertad y su respeto sea fundamental en un Estado democrático de derecho, para propósitos prácticos han de ceder a las vertidas por órganos competentes emanados de convenios internacionales soberanamente reconocidos por los países.
Panamá, por ejemplo, al ratificar la Convención Americana sobre Derechos Humanos se obligó a “respetar los derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción, sin discriminación alguna por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social” (artículo 1); y a “adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades” (artículo 2).
Asimismo, al aceptar el 9 de mayo de 1990 la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), reconoció “como obligatoria de pleno derecho y sin convención especial, la competencia de la Corte sobre todos los casos relativos a la interpretación o aplicación de esta Convención” (artículo 62).
Tres son las lecciones de lo anterior: (i) Obligatoriedad del Estado panameño de respetar los derechos y libertades reconocidos en la Convención, (ii) la legislación interna (Constitución incluida) ha de adecuarse a la Convención y no al revés, y (iii) reconocimiento de la competencia de Corte IDH en materia de interpretación o aplicación de la Convención.
Por ello, la opinión que ha dado la Corte IDH, a propósito de la consulta de la República de Costa Rica, no puede tomarse a la ligera. En efecto, una opinión y una sentencia no tienen los mismos efectos. La sentencia supone una decisión en el marco de un proceso; en cambio la opinión que responde a la consulta establece lineamientos, pautas a seguir, que expresan la posición sobre un tema. Sin embargo, en materia de derechos humanos, la validez práctica de la opinión de la Corte IDH radica no en su obligatoriedad jurídica inmediata para los Estados, sino que permite que estos visualicen a qué se exponen en caso de que fuesen demandados en el futuro.
De modo que un Estado mínimamente sensato habrá de tomar las medidas no sólo para evitar ser condenado, sino para adecuar su legislación interna a las exigencias convencionales, independientemente de las opiniones que como particulares o como grupos podamos tener. Y a Panamá, tomar las medidas a tiempo, no le vendría nada mal. Primero, porque está en mora con respecto al artículo 2 de la Convención; segundo, porque en materia de condenas por violaciones a los derechos humanos tenemos récord perfecto (cinco de cinco): dos condenas por hechos acaecidos durante la dictadura y tres por hechos acaecidos durante la “democracia” post-invasión.
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