Francisco Díaz Montilla
Desde hace algún tiempo se ha ido
afianzando en redes sociales la promoción de la campaña de no reelección. Si
fuésemos coherentes con dicha máxima eso significaría que ningún diputado ni
autoridad local (alcalde o representante de corregimiento sería electo en
2019); significaría -también- que tampoco lo sería el actual partido
gobernante. Y aunque hay razones parciales para pensar que lo segundo no
ocurrirá, lo primero es poco probable que suceda, es decir, de seguro algunos
no tan honorables diputados, alcaldes y representantes de corregimiento
seguirán en sus cargos por un lustro más.
Parte del problema es que nuestras
formas de interacción política están concebidas desde la lógica ganar-ganar. Y
tal vez la mejor expresión de esa lógica desde el punto de vista individual es
el clientelismo. Es decir, el ejercicio electoral se realiza en lo que
podríamos llamar un espacio de intereses: los míos y los del candidato, yo
quiero algo y éste igual, y es falso que necesariamente lo que ambos
perseguimos es lo mismo, cada uno es instrumento (medio) para el otro, y -sin
embargo- es una estrategia que maximiza los intereses de los dos, dado que cada
quien conoce (o cree conocer) las estrategias de los demás. El clientelismo es
una instancia de equilibrio de Nash. En tal escenario los llamados intereses
difusos (colectivos) no existen y aunque se apele a ellos, su función es
fundamentalmente retórica. ¡Pero hasta allí!
Borges señalaba que “la democracia es
una superstición basada en la estadística”, y agregaba “toda la gente no
entiende de política, como no podemos entender todos de retórica, de psicología
o de álgebra”. Honestamente no me queda claro hasta qué punto la política sea
asunto de entendimiento: ¿qué es lo que hay que entender exactamente?
No obstante, supongamos que estoy
equivocado, e imaginemos por un momento que una apabullante mayoría de lectores
se comportara como auténticos vulcanos (J. Brennan, Against Democracy) y que la
campaña de no reelección fuese la expresión de una toma de conciencia pública, epistémicamente
razonada, y no simplemente de una pose mediática, la preguntas serían ¿y
después qué?, ¿qué cambiaríamos exactamente?
Uno puede contentarse y decir que
cambiarán los actores; sinvergüenzas y pillos serán sustituidos por personas
probas, honestas, transparentes, etc. Pero ¿qué es lo que está en juego?,
¿nuestras instituciones?, ¿la democracia?, ¿la olvidada y marginada República?,
¿todo lo anterior?
Por supuesto, uno tendría que ser un
iluso monumental para pensar que no reeligiendo a los actuales las cosas
tomarán un giro (ético-político) distinto. Podemos cambiar a los actores, pero
no hay que olvidar las advertencias de Zimbardo (El efecto lucifer): el
problema está en la cesta, no necesariamente en las manzanas. Y mientras la
cesta institucional tenga las características que posee, es fácticamente
imposible que emerjan de ella condiciones institucionales distintas y mejores.
Piénsese, por ejemplo, en el lastre institucional que representa ese adefesio
que tenemos por Constitución Política y en algunas disposiciones legales
(penales y electorales) que claramente favorecen a funcionarios y políticos. En
un escenario así, la no reelección es insuficiente, no pasa de ser una
respuesta contingente, emotiva y transitoria a una realidad sociopolítica en la
que quien adquiere una mínima cuota de poder hará todo lo posible para
preservarlo.
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