Francisco Díaz Montilla
A medida que los contagios causados por el SARS-COV-2 se consolidaban a nivel mundial y los gobiernos decretaban confinamientos no siempre efectivos, fue quedando claro que para contener a la enfermedad era (es) necesario desarrollar una vacuna.
Con ese objetivo, importantes casas farmacéuticas aupadas por gobiernos, en una carrera que recuerda a la de la bomba atómica o la espacial en el siglo pasado, iniciaron una serie de ensayos. Desde hace varias semanas, se comentan los avances presuntamente importantes en algunos de ellos y no han faltado contratos entre gobiernos y desarrolladores para cuando la vacuna esté lista, como si la solución estuviese a la vuelta de la esquina.
Un tema de salud devino, tal vez inevitablemente, en un pulseo geopolítico con claras connotaciones económicas, cuyos protagonistas han sido fundamentalmente Estados Unidos, China, Gran Bretaña y la Unión Europea; pero fue Rusia quien finalmente informó de manera oficial que el Instituto Gamaleya -una institución con más de un siglo de experiencia en investigación científica- ha desarrollado una vacuna (Sputnik-V), la cual será aplicada masivamente en ese país en los próximos meses.
No obstante, el anuncio ruso no ha estado libre de cuestionamientos, incluso la maltrecha OMS ha manifestado cautela y exteriorizado su impaciencia para analizar la vacuna; esto, desde luego, no genera confianza pública, lo cual es verdaderamente crucial en procesos que impactan directamente la salud de las personas, según manifiesta el epidemiólogo de la Universidad de Michigan, Abram L. Wagmer (“A COVID-19 vaccine needs the public’s trust – and it’s risky to cut corners on clinical trials, as Russia is”, https://theconversation.com/us, 12 de agosto de 2020).
Entran muchos aspectos en juego para las potencias globales: economía, influencia geopolítica, credibilidad, liderazgo, y en medio de ello, países devastados en todo sentido, sin capacidad de incidir sobre la ejecución de investigaciones conducentes para el desarrollo de una vacuna efectiva. Tantos intereses tornan sombría una realidad que debiera ser transparente. Y aunque se puede asumir que al final serán los hechos y/o las evidencias los que despejarán las incertezas que hoy enfrentamos, no está demás considerar el dictum nietzcheano: “no hay hechos, solo interpretaciones”. Y estas en las actuales circunstancias sí que abundan.
Pero al margen de las expectativas y de las interpretaciones en juego, ¿y si al final no tenemos vacuna? Esta pregunta se la hace Sara Pitt, microbióloga del Instituto de Ciencias Biomédicas de la Universidad de Brighton (“Coronavirus: what will happen if we can’t produce a vaccine”, https://theconversation.com/us, 13 de agosto de 2020). No sé si los políticos se hacen este tipo de cuestionamientos, pero si lo hicieran tal vez es poco probable que la expresen públicamente. Sin embargo, como ciudadanos no debemos dar la espalda a esa posibilidad, ser conscientes y asumir las consecuencias prácticas que ello conllevaría.
La pregunta puede parecer necia, teniendo en cuenta que -según concede la propia Pitt- hay más de 175 proyectos de vacuna en desarrollo, algunas más avanzadas que otras. Sin embargo, la pregunta apunta más bien a la posibilidad de que los resultados no sean los esperados o a que la protección que ofrece no sea suficientemente duradera, imposibilitando de esta manera la añorada inmunidad del rebaño, o -incluso- que su realización tome más tiempo del esperado. ¡Podríamos tener SARS-COV-2 por mucho tiempo!
Ante un escenario como este, ¿qué hacer? Los humanos somos propensos a actuar, aun en casos en los que no hay nada que hacer (sesgo de acción); si en efecto la vacuna no fuese una realidad, no habría que insistir en actos superlativamente heroicos que supongan grandes sacrificios de recursos que podrían usarse para otras cosas más urgentes, insistir en la prácticas básicas de higiene y de distanciamiento físico sería la única opción, algo que a estas alturas del partido debiera ser habitual en cada uno de nosotros.
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