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De científicos y elefantes


Ruling Barragán Yañez

Comparto las siguientes líneas desde una perspectiva histórico-filosófica de las ciencias, no desde una perspectiva ‘científica’.  En primer lugar, porque los historiadores y filósofos de la ciencia ponen en tela de duda lo que la ciudadanía en general y las personas denominadas ‘científicas’ entienden por ‘ciencia’.  En segundo lugar, porque este columnista apenas conoce un átomo del inmenso universo que conforman la historia y la filosofía como disciplinas académicas.  Así pues, mucho menos pretenderá decirle a cualquier investigador científico lo que él o ella debe comprender por la ciencia, o las ciencias particulares que ha estudiado y sigue investigando.

Teniendo esto en cuenta, me sirvo de quienes saben más y mejor de este tema.  En primer lugar, de Patricia Fara (historiadora de la ciencia), de la Universidad de Cambridge. Asimismo, de unas reflexiones del joven investigador Carlos Gersholem (investigador en ‘ciencias de la complejidad’) de la Universidad Autónoma de México, de Samir Okasha (filósofo de la ciencia), profesor de la Universidad de Bristol.  Igualmente, de otros autores.

Según la doctora Fara en su artículo “Confusiones de una historiadora”, en la Revista Mètode, nos advierte que “[a] menudo se dice que la ciencia se caracteriza por seguir un método especial propio, según el cual se recogen observaciones para construir hipótesis, se diseñan experimentos para producir resultados consistentes y se prueban las teorías comparando las predicciones con la realidad. Por muy deseables que puedan parecer dichos criterios en el terreno de las ideas, en la práctica no siempre se cumplen. Por un lado, los experimentos están destinados a menudo a confirmar teorías en lugar de a rebatirlas… Robert Millikan [por ejemplo] ganó el premio Nobel por la medición de la carga de un electrón, pero sus cuadernos revelan que omitió a propósito todos los resultados que consideraba extraños.  Por cierto, los historiadores de la ciencia como Fara son eximios expertos en descubrir los aspectos ‘no tan nobles’ que constituyen el quehacer científico. Pues los científicos son seres humanos sujetos, como todos, “a pasiones, intereses y rivalidades” (Fara).

Asimismo, nos señala que “otra objeción a la idea de un método científico unificador es que, por su propia naturaleza, los diferentes tipos de ciencia se asocian a diferentes metodologías [énfasis nuestro]. Aunque los experimentos de química y física se pueden reproducir de forma fidedigna una y otra vez en laboratorios de todo el mundo, los estudios del pasado –en ciencias como la paleontología y la astronomía – ­dependen de inferencias a partir de sucesos no repetibles. Charles Darwin acumuló un ejemplo tras otro para apoyar su teoría de la evolución mediante selección natural, pero no pudo ofrecer ningún ejemplo de cómo operaba, ningún mecanismo explicativo y ninguna forma de probar experimentalmente la certeza o falsedad de su teoría [énfasis nuestro]”. 

Aquí cabe recordar que desde Aristóteles se sabe que el método depende del objeto de estudio y no al revés.  Esto supone que el científico está obligado, en primer lugar, a describir objetivamente (sin sesgos o prejuicios, con toda la precisión y rigor que le sea posible), el objeto de estudio al cual va a aplicar un método científico en particular.  Esto se conoce técnicamente como ‘fenomenología’, una disciplina filosófica prácticamente ignorada en el quehacer científico, pero cuyas advertencias acerca de la ciencia moderna fueron lúcidamente plasmadas en una célebre conferencia “La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental”, por el filósofo (y antes, matemático) Edmund Husserl (1859-1938).  En ella, Husserl critica la absolutización del método cuantitativo promovido por Galileo, pues en el mundo no todo es susceptible de idealización matemática y aquello que se idealiza matemáticamente no es el mundo real (el “mundo de la vida”, Lebenswelt), propiamente hablando.  No obstante, hay que conceder que el científico - eminentemente forzado por razones prácticas -, no puede hacer uso de la fenomenología.  Tal como nos recordaba el afamado Mario Bunge (1919-2020), físico y filósofo, “el físico no se plantea qué es el tiempo o qué el espacio. Esos son asuntos filosóficos”.  Es decir, el científico, no tematiza o problematiza esos conceptos, sino que parte ya, para fines prácticos, de las ideas recibidas por medio de textos y maestros. Irónicamente, esto convierte a la ciencia en un “nuevo escolasticismo”, que apela primero a los libros y a las autoridades, no “a las cosas mismas”, como aspira la fenomenología.

La idea de que nunca ha habido y no existe un único ‘método científico’ es compartido por el Dr. Gersholem, quien expresamente trata como legítimos ‘métodos científicos’ a las diversas formas de razonamiento que aprendimos formalmente en el colegio (en nuestras clases de lógica), pero que informalmente aprendimos desde que empezamos a pensar.  Estos métodos son la deducción, la inducción, la analogía, el análisis, la síntesis, e incluso, la serendipia, es decir, el descubrimiento por azar o casualidad.  De esto ya traté en un artículo publicado en un diario nacional, pero que pasó prácticamente desapercibido  

Igualmente, el profesor Okasha se abstiene de hablar de un “método científico” (de manera singular y exclusiva), recordándonos que uno de los pasos supuestamente indispensables del tan mentado método, la experimentación, no es aplicable a una indiscutible ciencia, la astronomía, pues “no todas las ciencias son experimentales: los astrónomos no pueden experimentar en los cielos, y deben conformarse con la observación cuidadosa. Lo mismo ocurre con diversas ciencias sociales”.  Igualmente sucede con ciencias que son puramente clasificatorias, como la taxonomía.

Los estudios históricos y filosóficos de la ciencia muestran la diversidad con que se han entendido y aún hoy se entienden los conceptos de ciencias, métodos y evidencias.  Éste último, “evidencias” es en particular crucial y problemático, quizá aún más que la idea de “métodos científicos” o la noción de “ciencia”.  Etimológicamente, el término “evidencia” tiene que ver con “lo que es visto”.  En latín, originalmente se refería a “lo obvio, o algo tal cual aparece ante nuestra vista”. Su significado hoy día es mucho más complejo y polémico.  A veces, denota el resultado de una investigación (científica, por supuesto) publicada en un prestigioso journal.  Otras, a lo que inmediatamente constata el investigador a través de un microscopio o telescopio. O en su práctica clínica (en el caso de los médicos), en sus observaciones directas ante un tratamiento dado a un paciente.  En álgebra, la evidencia tiene que ver con la “intuición”, es decir, la captación inmediata de una noción, ley o relación (por ejemplo, que “A es igual a A” o que “si A es igual a B, y B a C, entonces C es igual a A”).  Sin embargo, en otros contextos, una evidencia tiene que ver con el desarrollo de una “prueba” o “demostración”, la cual puede ser un proceso mental (y claro, escrito) largo, repetitivo y tedioso (como la prueba de un teorema).  Si nos trasladamos a la paleontología, un pedazo de hueso es “evidencia” (a un paleontólogo) de que “tal o cual animal existió aquí o allá hace miles o millones de años” (aunque todo esto supone cosas que no le son tan evidentes, relacionadas la biología o la geología). Y así podríamos hablar de un concepto distinto de evidencia en la historia (que tiene que ver con la interpretación de textos), la investigación policial, una auditoría en contabilidad, un análisis sociológico, o un proceso judicial, entre cientos de otras disciplinas que también se denominan “científicas”.

Todo lo anterior puede resultar inútil e incómodo para quienes no tienen ninguna necesidad de pensar qué pueden ser en realidad esas actividades que se llaman “ciencias”, ni tampoco sienten necesidad o interés alguno de replantearse qué método o métodos utilizan, o las evidencias a las cuales apelan.  Pero esas preguntas siguen ahí y no se pueden ignorar, como “no se puede esconder un elefante en el cuarto” (“can´t hide an elephant in the room”), como me decían algunos ilustres y viejos profesores en los Estados Unidos. 

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