Francisco Díaz Montilla
Manuel Atienza (Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica (Unam, 2005, p.1) señala: “nadie duda de que la práctica del derecho consiste, de manera muy fundamental, en argumentar, y todos solemos convenir en que la cualidad que mejor define lo que se entiende por un buen jurista tal vez sea la capacidad para idear y manejar argumentos con habilidad”. En esa misma línea, Robert Alexy (Teoría del discurso y derechos humanos, 1995, p. 35) cita al Tribunal Constitucional de Alemania: “la interpretación, en particular del derecho constitucional, … (tiene) el carácter de un discurso, en el que se hacen valer argumentos a los que se contraponen otros argumentos, debiendo darse finalmente predominio a los mejores argumentos”.
A pesar de que la concepción del derecho como argumentación se ha consolidado en los últimos años, no ha estado exenta de críticas. De hecho, si nos atenemos a los pasajes citados, al menos dos preguntas podrían plantearse: (i) ¿qué comprende exactamente, el manejo de argumentos con habilidad?, (ii) dados dos argumentos A y B, ¿qué quiere decir que uno sea mejor que el otro, acaso su carácter persuasivo, su corrección o solidez, el que sea creído por el jurado?
Tal vez la concepción del derecho como argumentación presupone una idealización de la argumentación en la que se pasa por alto que las partes en un proceso -incluidos jueces y magistrados- distan de ser razonadores ideales. En ese sentido, los fallos o resoluciones judiciales no suelen ser necesariamente expresión de los mejores argumentos, sino que -y digámoslo con contundencia- su aceptabilidad deriva del hecho de la autoridad de quien dirime la controversia, es decir: porque así lo ha decidido el juez o la mayoría de los magistrados. Desde luego, cuando se trata de exabruptos, cabe la posibilidad de ejercer el derecho de impugnación, pero ese derecho no implica absolutamente nada con respecto a las capacidades epistémicas de los juzgadores: también en el nivel de apelación se está expuesto a sesgos y errores de razonamiento. No basta -pues- eso de dar predominio a los mejores argumentos.
La situación es tal vez más delicada cuando se trata de ejercer el control de constitucionalidad sobre actos o disposiciones que violan derechos fundamentales, no porque el tema constitucional sea per se una cuestión particularmente difícil desde el punto de vista intelectual, sino porque -en ese proceso de sacralización de la Constitución- nos hemos inventado una maraña de técnicas y procedimientos hermenéuticos que, en lugar de simplificar las cosas, las complican innecesariamente: la hermenéutica constitucional rompería a la más afilada navaja de Ockham. Casos hay múltiples en los que no se ha hecho valer los mejores argumentos y las decisiones tomadas validan prácticas que difícilmente contribuyen a la solidez del sistema de derecho. Así las cosas, no hay razones para pensar que la argumentación jurídica suponga -por los problemas que trata- un tratamiento transparente de las razones en las que se fundamentan las decisiones tomadas, y que estas contribuyan al fortalecimiento del sistema jurídico.
El reciente fallo del Pleno de la Corte Suprema de Justicia sobre la inconstitucionalidad del artículo 3 y del numeral 2 del artículo 4 de la Ley 7 de 2013 ilustra a la perfección lo que queremos decir. El núcleo de la demanda es silogísticamente transparente: (i) La Constitución (artículo 19) consagra el principio de igualdad ante la ley, (ii) la norma demandada exige condiciones distintas a hombres y mujeres para ejercer el derecho de acceso gratuito a la esterilización, (iii) la norma establece una diferencia de acceso gratuito entre grupos de mujeres basada en la edad. Por (ii) y (iii), (iv) la norma introduce un factor de discriminación. Por lo tanto, (v) la norma demandada es inconstitucional.
Pero -diría el teórico de la argumentación- el argumento presentado es demasiado esquemático, aborda el problema desde la subsunción, y la Constitución debe tratarse desde una perspectiva global, sistémica, ponderativa, para tener una perspectiva correcta del problema. Y así, una situación relativamente simple y transparente se complejizó poniendo en escena situaciones que no venían al caso, v.g., la reconstrucción histórica del servicio de esterilización ofrecida por el Estado y/o que no se está prohibiendo a la mujer el ejercicio de su sexualidad: ¡dos auténticos arenques rojos!
No obstante, algo quedó evidenciado en el fallo: El Estado ha definido una política demográfica en la que los roles de hombres y mujeres no son equiparables. La gran moraleja es esta: si usted es mujer, no puede acceder al servicio público de esterilización gratuita a menos que tenga 23 años y haya parido mínimo dos hijos; es lo que esta Esparta tropical espera y los Leónidas que nos gobiernan le estarán agradecidos.
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