Desde hace algún tiempo son cada vez más frecuentes las voces que abogan
por una mayor intervención del Estado en las actividades económicas. Y no solo
eso, sino que algunos abogan porque el Estado grave las grandes fortunas o las
excesivas ganancias. ¡Ser rico o millonario es un pecado! Y desde luego que lo
es, porque para ser rico o millonario hay que ser un explotador, alguien que se
apropia ilegítimamente de lo que han producido los trabajadores. Esta manera de
pensar está más arraigada de lo que uno piensa, por ejemplo, en los claustros
universitarios, aunque no siempre se es suficientemente consistente con lo que
ello implica.
Hace algunos años les describía a un grupo de estudiantes universitarios de economía la siguiente situación: Imagine que dos personas (digamos dos hermanos) A y B obtienen un patrimonio P que dividen a partes iguales. A malgasta su parte de la fortuna y, al cabo de cierto tiempo, ha quedado en un estado de pobreza en el sentido que a esa palabra da Naciones Unidas. B, por su parte, sortea riesgos, invierte su patrimonio y al cabo de cierto tiempo lo ha multiplicado significativamente. ¿Tiene B alguna obligación moral con A? Todos al unísono respondieron afirmativamente, resaltando el vínculo consanguíneo entre ellos. Luego preguntaba, ¿es justo que el Estado intervenga gravando la riqueza de personas como B para ayudar a personas como A? Y nuevamente, todos respondieron afirmativamente. Y finalmente preguntaba, ¿suponiendo que usted es una persona como B, es justo que el Estado intervenga gravando su riqueza para beneficiar a personas como A? Y la respuesta ya no fue unánime: Ahora que se trataba de su propio patrimonio, no les parecía justa la intervención del Estado.
Desde luego, «justo» no describe absolutamente nada, así que podría no estar claro lo que ello significaba realmente. Pero, pese a la opacidad de ese adjetivo, una cosa era clara: Que cuando se trataba de su propio patrimonio, los estudiantes ya no eran tan condescendientes. Otra moraleja es que cuando se trata de patrimonios ajenos, las personas toman decisiones muy fácilmente, y de modo inescrupuloso. Es eso lo que hacen quienes hablan de -por ejemplo- impuestos progresivos, aunque camuflen sus discursos con eufemismos humanistas, de derechos humanos, de solidaridad, de igualdad, y de reivindicación de la vida.
Desde luego, sostener que no hay obligación moral de B con respecto a A, y que en todo caso, cualquier acto de B a favor de A ha de entenderse como un acto voluntario y no de obligación, o sostener que nada justifica la acción del Estado sobre los bienes de B para favorecer a personas como A, equivale a posicionarse del lado malo de la historia, como si la historia tuviera lados. Sostener una postura tal denota -al fin de cuentas- un estatus moral inferior. En otras palabras, el estatismo es un indicador de cuán (in)moral se puede ser: A mayor estatismo mayor estatus moral; y esto tiene sentido, porque en la medida en que el Estado tome control, no hay espacio para el egoísmo, ¡el Estado nos hace mejores a todos!
En el fondo se trata de un compromiso mayor: el de la sociedad sin clases, la sociedad en que la eliminación de la explotación del hombre por el hombre es una hermosa realidad. Es -desde luego- un escenario seductor, la realización del paraíso en la tierra, aunque un paraíso muy sui generis: donde se ha intentado llevara a cabo no ha generado más que tragedia y sufrimiento.
Pero, poniendo entre paréntesis toda la poética que genera la sociedad sin clase en la mente de los intelectuales, poniendo entre paréntesis las loas a Cuba, ¿quiénes elegirían -sin coacción- el socialismo, además de los camaradas dirigentes del Suntracs, Conusi o Frenadeso? A mí no me queda claro. Pero consideremos lo siguiente: En el siglo pasado, aun vigente los regímenes del socialismo real, Robert Nozick (¿Quién eligiría el socialismo?, en Puzzles socráticos, 1997) trató de responder esta pregunta en un estudio con los kibbutzi (propiedad comunitaria, prosperidad económica, alto nivel de vida cultural, etc.), y estimó que aproximadamente el 9% de las personas de esas comunidades deseaban realmente vivir en tales condiciones. Posiblemente el estudio no indica mayor cosa, pero supongamos que esos resultados puedan extrapolarse a nuestro país, considerando que somos 4.3 millones de personas, estaríamos hablando de 387,000 personas (mucho más de lo que obtuvieron Genaro López, Saúl Méndez y Juan Jované en las elecciones donde participaron). Y dice Nozick (esto lo señala igualmente en su clásico Anarquía, estado y utopía): «en todas partes debería permitirse a esta minoría hacer tal cosa, juntarse con otras personas de mentalidad similar para vivir según sus deseos».
Pero aunque se trate de una minoría, es una minoría iluminada; una minoría poseedora de la verdad que comprende y acepta que es necesario revertir el orden de cosas, a toda costa, no importa si hay que enviar a quienes se resistan al gulag. Y para esa tarea –la de revertir el orden de cosas– los intelectuales juegan un rol fundamental. Se entiende por qué proliferan como las moscas en los claustros universitarios, y por qué dirigen sus dardos contra el sistema capitalista y la idea de libre mercado, el origen de todos los males de la humanidad.
Lo llamativo de estos críticos –y esta, obviamente, no es una razón para
invalidar sus críticas– es que se trata de personas con un estatus social
aceptable y no tienen mayores dificultades económicas: profesores universitarios,
periodistas, poetas o escritores (Nozick los llama «intelectuales de la palabra»
en contraposición a los «intelectuales de los números») que obtienen por lo que
hacen beneficios muy superiores a los que obtendrían si realizaran esas
actividades en algún paraíso socialista, al cual tienen como modelo.
Es frecuente escucharlos disertar en
universidades, escuelas, tarimas improvisadas o mediante plataformas
tecnológicas desarrolladas y patentadas por transnacionales que critican sobre
la revolución pospuesta e inminente, sobre la crisis global, el imperialismo,
el extractivismo, el cambio climático y el colapso inevitable del capitalismo.
Son manifiestamente incapaces de mantener un debate con quien no endose las
revelaciones marxistas sobre la sociedad y la organización de los procesos
productivos y económicos, pues –al fin de cuentas– solo hay una verdad:
la de Marx.
Pero ¿Qué explica una oposición tan
manifiesta? Además de los males e injusticias intrínsecos a la economía de
mercado (explotación, contaminación, consumismo), Nozick (¿Por qué se oponen
los intelectuales al capitalismo?) presenta y analiza algunas posibles
respuestas:
Intereses: En una sociedad socialista los intelectuales tendrían mayor poder que el que tienen en una capitalista.
Motivación: Según esto, la actividad intelectual (amor a las ideas) contrasta con las motivaciones más altamente valoradas en la sociedad de mercado (productividad, eficiencia, utilidad, etc.).
Resentimiento: Las bases de ese resentimiento partirían del tipo de formación recibida en la escuela, en la que resalta el trabajo intelectual y la cultura libresca; pero dado que esta cultura no se ajusta a las demandas sociales en el capitalismo, el culto y/o intelectual es desplazado por el eficiente y práctico, y la belleza de la idea, por su utilidad.
A lo dicho por Nozick agrego que el afán crítico del intelectual comprometido podría ser expresión de un complejo mesiánico y de una inadecuada comprensión de los mecanismos que posibilitan el libre mercado.
De acuerdo con lo primero, los intelectuales tendrían la sagrada misión, el irrenunciable deber, de liberar a las masas de la trágica condición en que se encuentran: alienación, explotación, consumismo, y de conducirlas hacia el inexorable destino del paraíso en la tierra, a la sociedad sin clases. Nadie, sino ellos, pueden llevar a cabo esa trascendental tarea. El intelectual comprometido es una especie de Prometeo liberador.
En cuanto a lo segundo, el intelectual comprometido parece negarse a reconocer que existe una relación entre mercado y naturaleza en el sentido de que el primero deriva o emerge de condiciones naturales: necesidades humanas biológicas que han de ser satisfechas, a las que –luego– se agregan otras de otro tipo.
Los términos en que han de satisfacerse es consecuencia –en primera instancia– de las capacidades de los individuos. Así, por cuanto que la naturaleza no ofrece lección moral alguna o no se compromete con ideales que realizar, tampoco podemos –por extensión– esperar promesa alguna del mercado: en el mercado se satisfacen necesidades de bienes y/o servicios, no se garantizan derechos (esto es competencia de los tribunales). El error del intelectual comprometido consiste en esperar lo que no le es dable esperar: un mercado adecuado a sus prejuicios e ideales, por ello hay que eliminarlo y que el Estado haga cuanto deba hacer: congelar precios, poner tope a ganancias, gravar patrimonios, entre otras bellezas, para reivindicar los derechos de los excluidos.
Como señalan Stephen Holmes y Cass Sunstein (El costo de los derechos) «exigir derechos significa distribuir recursos», aunque –desde luego– no puedes distribuir lo que no tienes o no has producido. Salvo, claro, que seas un intelectual comprometido con complejo de justiciero social que ha de enseñarle al mundo cuál es el lado correcto de la historia y lo que –en consecuencia– ha de hacerse.
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