Ir al contenido principal

Los intelectuales comprometidos

 

Francisco Díaz Montilla

Desde hace algún tiempo son cada vez más frecuentes las voces que abogan por una mayor intervención del Estado en las actividades económicas. Y no solo eso, sino que algunos abogan porque el Estado grave las grandes fortunas o las excesivas ganancias. ¡Ser rico o millonario es un pecado! Y desde luego que lo es, porque para ser rico o millonario hay que ser un explotador, alguien que se apropia ilegítimamente de lo que han producido los trabajadores. Esta manera de pensar está más arraigada de lo que uno piensa, por ejemplo, en los claustros universitarios, aunque no siempre se es suficientemente consistente con lo que ello implica.

Hace algunos años les describía a un grupo de estudiantes universitarios de economía la siguiente situación: Imagine que dos personas (digamos dos hermanos) A y B obtienen un patrimonio P que dividen a partes iguales. A malgasta su parte de la fortuna y, al cabo de cierto tiempo, ha quedado en un estado de pobreza en el sentido que a esa palabra da Naciones Unidas. B, por su parte, sortea riesgos, invierte su patrimonio y al cabo de cierto tiempo lo ha multiplicado significativamente. ¿Tiene B alguna obligación moral con A? Todos al unísono respondieron afirmativamente, resaltando el vínculo consanguíneo entre ellos. Luego preguntaba, ¿es justo que el Estado intervenga gravando la riqueza de personas como B para ayudar a personas como A? Y nuevamente, todos respondieron afirmativamente. Y finalmente preguntaba, ¿suponiendo que usted es una persona como B, es justo que el Estado intervenga gravando su riqueza para beneficiar a personas como A? Y la respuesta ya no fue unánime: Ahora que se trataba de su propio patrimonio, no les parecía justa la intervención del Estado.

Desde luego,  «justo» no describe absolutamente nada, así que podría no estar claro lo que ello significaba realmente. Pero, pese a la opacidad de ese adjetivo, una cosa era clara: Que cuando se trataba de su propio patrimonio, los estudiantes ya no eran tan condescendientes. Otra moraleja es que cuando se trata de patrimonios ajenos, las personas toman decisiones muy fácilmente, y de modo inescrupuloso. Es eso lo que hacen quienes hablan de -por ejemplo- impuestos progresivos, aunque camuflen sus discursos con eufemismos humanistas, de derechos humanos, de solidaridad, de igualdad, y de reivindicación de la vida.

Desde luego, sostener que no hay obligación moral de B con respecto a A, y que en todo caso, cualquier acto de B a favor de A ha de entenderse como un acto voluntario y no de obligación, o sostener que nada justifica la acción del Estado sobre los bienes de B para favorecer a personas como A, equivale a posicionarse del lado malo de la historia, como si la historia tuviera lados. Sostener una postura tal denota -al fin de cuentas- un estatus moral inferior. En otras palabras, el estatismo es un indicador de cuán (in)moral se puede ser: A mayor estatismo mayor estatus moral; y esto tiene sentido, porque en la medida en que el Estado tome control, no hay espacio para el egoísmo, ¡el Estado nos hace mejores a todos!

En el fondo se trata de un compromiso mayor: el de la sociedad sin clases, la sociedad en que la eliminación de la explotación del hombre por el hombre es una hermosa realidad. Es -desde luego- un escenario seductor, la realización del paraíso en la tierra, aunque un paraíso muy sui generis: donde se ha intentado llevara a cabo no ha generado más que tragedia y sufrimiento.

Pero, poniendo entre paréntesis toda la poética que genera la sociedad sin clase en la mente de los intelectuales, poniendo entre paréntesis las loas a Cuba, ¿quiénes elegirían -sin coacción- el socialismo, además de los camaradas dirigentes del Suntracs, Conusi o Frenadeso? A mí no me queda claro. Pero consideremos lo siguiente: En el siglo pasado, aun vigente los regímenes del socialismo real, Robert Nozick (¿Quién eligiría el socialismo?, en Puzzles socráticos, 1997) trató de responder esta pregunta en un estudio con los kibbutzi (propiedad comunitaria, prosperidad económica, alto nivel de vida cultural, etc.), y estimó que aproximadamente el 9% de las personas de esas comunidades deseaban realmente vivir en tales condiciones. Posiblemente el estudio no indica mayor cosa, pero supongamos que esos resultados puedan extrapolarse a nuestro país, considerando que somos 4.3 millones de personas, estaríamos hablando de 387,000 personas (mucho más de lo que obtuvieron Genaro López, Saúl Méndez y Juan Jované en las elecciones donde participaron).  Y dice Nozick (esto lo señala igualmente en su clásico Anarquía, estado y utopía): «en todas partes debería permitirse a esta minoría hacer tal cosa, juntarse con otras personas de mentalidad similar para vivir según sus deseos».

Pero aunque se trate de una minoría, es una minoría iluminada; una minoría poseedora de la verdad que comprende y acepta que es necesario revertir el orden de cosas, a toda costa, no importa si hay que enviar a quienes se resistan al gulag. Y para esa tarea la de revertir el orden de cosas los intelectuales juegan un rol fundamental. Se entiende por qué proliferan como las moscas en los claustros universitarios, y por qué dirigen sus dardos contra el sistema capitalista y la idea de libre mercado, el origen de todos los males de la humanidad.  

Lo llamativo de estos críticos –y esta, obviamente, no es una razón para invalidar sus críticas– es que se trata de personas con un estatus social aceptable y no tienen mayores dificultades económicas: profesores universitarios, periodistas, poetas o escritores (Nozick los llama «intelectuales de la palabra» en contraposición a los «intelectuales de los números») que obtienen por lo que hacen beneficios muy superiores a los que obtendrían si realizaran esas actividades en algún paraíso socialista, al cual tienen como modelo.

Es frecuente escucharlos disertar en universidades, escuelas, tarimas improvisadas o mediante plataformas tecnológicas desarrolladas y patentadas por transnacionales que critican sobre la revolución pospuesta e inminente, sobre la crisis global, el imperialismo, el extractivismo, el cambio climático y el colapso inevitable del capitalismo. Son manifiestamente incapaces de mantener un debate con quien no endose las revelaciones marxistas sobre la sociedad y la organización de los procesos productivos y económicos, pues –al fin de cuentas– solo hay una verdad: la de Marx.

Pero ¿Qué explica una oposición tan manifiesta? Además de los males e injusticias intrínsecos a la economía de mercado (explotación, contaminación, consumismo), Nozick (¿Por qué se oponen los intelectuales al capitalismo?) presenta y analiza algunas posibles respuestas:

Intereses: En una sociedad socialista los intelectuales tendrían mayor poder que el que tienen en una capitalista.


Motivación: Según esto, la actividad intelectual (amor a las ideas) contrasta con las motivaciones más altamente valoradas en la sociedad de mercado (productividad, eficiencia, utilidad, etc.).


Resentimiento: Las bases de ese resentimiento partirían del tipo de formación recibida en la escuela, en la que resalta el trabajo intelectual y la cultura libresca; pero dado que esta cultura no se ajusta a las demandas sociales en el capitalismo, el culto y/o intelectual es desplazado por el eficiente y práctico, y la belleza de la idea, por su utilidad.


A lo dicho por Nozick agrego que el afán crítico del intelectual comprometido podría ser expresión de un complejo mesiánico y de una inadecuada comprensión de los mecanismos que posibilitan el libre mercado.


De acuerdo con lo primero, los intelectuales tendrían la sagrada misión, el irrenunciable deber, de liberar a las masas de la trágica condición en que se encuentran: alienación, explotación, consumismo, y de conducirlas hacia el inexorable destino del paraíso en la tierra, a la sociedad sin clases. Nadie, sino ellos, pueden llevar a cabo esa trascendental tarea. El intelectual comprometido es una especie de Prometeo liberador.


En cuanto a lo segundo, el intelectual comprometido parece negarse a reconocer que existe una relación entre mercado y naturaleza en el sentido de que el primero deriva o emerge de condiciones naturales: necesidades humanas biológicas que han de ser satisfechas, a las que –luego– se agregan otras de otro tipo.


Los términos en que han de satisfacerse es consecuencia –en primera instancia– de las capacidades de los individuos. Así, por cuanto que la naturaleza no ofrece lección moral alguna o no se compromete con ideales que realizar, tampoco podemos –por extensión– esperar promesa alguna del mercado: en el mercado se satisfacen necesidades de bienes y/o servicios, no se garantizan derechos (esto es competencia de los tribunales). El error del intelectual comprometido consiste en esperar lo que no le es dable esperar: un mercado adecuado a sus prejuicios e ideales, por ello hay que eliminarlo y que el Estado haga cuanto deba hacer: congelar precios, poner tope a ganancias, gravar patrimonios, entre otras bellezas, para reivindicar los derechos de los excluidos.


Como señalan Stephen Holmes y Cass Sunstein (El costo de los derechos) «exigir derechos significa distribuir recursos», aunque –desde luego– no puedes distribuir lo que no tienes o no has producido. Salvo, claro, que seas un intelectual comprometido con complejo de justiciero social que ha de enseñarle al mundo cuál es el lado correcto de la historia y lo que –en consecuencia– ha de hacerse.

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Contagio semántico

Francisco Díaz Montilla En Rewriting the Soul , el filósofo canadiense Ian Hacking introdujo el término contagio semántico (semantic contagion) para referirse a la forma en la que la identificación y descripción pública de una condición (acción) crea los medios para su propagación. Ocurre cuando una (nueva) descripción influye en nosotros para reclasificar (etiquetar) las acciones de los demás. Casos de contagio semántico hay muchísimos, pero tal vez sea el político el contexto donde más expuestos estamos a padecer sus “efectos”. Aunque los medios de contagio son diversos, al menos dos son fundamentales para ello: los medios de comunicación y más recientemente las redes sociales.  Si el proceso de contagio no tuviera un efecto mayor al de generar opinión pública, no habría mayor problema. Pero no podemos ser tan ingenuos: hay una relación muy estrecha entre opinión y acción. Por eso, cabe preguntarse si las redes sociales y los medios de comunicación son epistémicam...

¿Y después qué?

Francisco Díaz Montilla Desde hace algún tiempo se ha ido afianzando en redes sociales la promoción de la campaña de no reelección. Si fuésemos coherentes con dicha máxima eso significaría que ningún diputado ni autoridad local (alcalde o representante de corregimiento sería electo en 2019); significaría -también- que tampoco lo sería el actual partido gobernante. Y aunque hay razones parciales para pensar que lo segundo no ocurrirá, lo primero es poco probable que suceda, es decir, de seguro algunos no tan honorables diputados, alcaldes y representantes de corregimiento seguirán en sus cargos por un lustro más. Parte del problema es que nuestras formas de interacción política están concebidas desde la lógica ganar-ganar. Y tal vez la mejor expresión de esa lógica desde el punto de vista individual es el clientelismo. Es decir, el ejercicio electoral se realiza en lo que podríamos llamar un espacio de intereses: los míos y los del candidato, yo quiero algo y éste igual, y e...