Francisco Díaz Montilla
Podría debatirse si el alza de los precios (combustible, comida, electricidad) implica un riesgo potencial (inmediato y/o mediato) que compromete la existencia o vida de los sectores más vulnerables de la población panameña, si los perjuicios causados son parte del precio a pagar como parte de las demandas y resultados que se habrán de obtener, y si son reversibles de alguna manera.
Tal vez el productor, industrial o comerciante estime que puede recuperar -en alguna medida- las pérdidas que ha tenido; de lo contrario, si declara impuestos, podrá deducirlos como pérdidas de su declaración. Es decir, que a la larga se puede equilibrar la carga. Ya antes el país ha pasado por eso: a finales de los 80 del siglo pasado, la economía nacional estaba arruinada, la invasión norteamericana profundizó aún más los problemas económicos, sin embargo, la reconstrucción tomó menos tiempo del pensado.
La situación que hoy vivimos no es -desde luego- comparable a la comentada, de modo que tal vez el sector productivo recupere lo perdido más temprano que tarde. Pero hay otras que tomarán mucho más tiempo, como la educación, de la cual honestamente no sé qué pensar.
Nadie duda del rol que han jugado los docentes en la articulación y desarrollo de las protestas actuales y del legítimo reclamo sobre el 6% para el sector educativo. Sin embargo, hay que ponderar si -a estas alturas, considerando la dinámica de la discusión- es viable o sostenible el paro de labores en los colegios y escuelas oficiales, teniendo en cuenta que afecta -justamente- a los sectores sociales en peores condiciones económicas.
No nos llamemos a engaños, la educación pública es -en general- un desastre, y eso no será revertido aunque se destine el 50% o más del presupuesto nacional a educación, que no solo comprende a Meduca, sino a universidades estatales, institutos superiores no necesariamente regulados por Meduca, deportes, cultura, etc. Si se individualizan las cosas, uno podría hallar docentes excepcionales, pero eso no es lo que siempre se encuentra, no necesariamente porque sean incompetentes, sino porque la escuela pública -en realidad- no exige lo suficiente, no exige, de hecho. No deja de ser paradójico que -con frecuencia- docentes que enseñan en escuelas oficiales enseñan de manera parcial en colegios particulares o privados, y el trabajo que realizan es mucho más eficiente y comprometido en estos últimos que el que realizan en las primeras: planificación, evaluación, estrategias didácticas, asistencia y puntualidad, interacción con padres de familias, etc.
Posiblemente la dirigencia docente y las bases que les secundan crean que no hay vuelta atrás, y que lo que se discute en la mesa única es asunto de todo o nada; tal vez piensen que no hay mayores razones para preocuparse, porque -al fin de cuentas- “un educador luchando también está educando”, educando en la lucha, en la solidaridad, en el ejercicio de la crítica. Y supongamos que así lo es. Pero más allá de todo esto, ¿qué hay de los aprendizajes de los estudiantes?, ¿qué hay del desarrollo de sus habilidades y/o capacidades o competencias?, ¿qué hay del desarrollo de contenidos?, ¿bajo qué condiciones se decide la aprobación de cursos?, ¿cómo se mejora el desempeño en asignaturas fundamentales como matemáticas, ciencias o idiomas?, ¿cómo se potencian las habilidades de razonamiento y de resolución de problemas? Para todo esto, la consigna en cuestión no sirve para absolutamente nada, y tampoco serviría -per se- el 6%: es necesario -además- la rendición de cuentas, lo cual -entre otras cosas implica- evaluación de desempeño, de competencias profesionales, de idoneidad y de formación académica.
¿Cómo se recuperará el tiempo perdido en las aulas? ¿Mediante la farsa de los módulos? ¿Mediante aprendizaje acelerado? Posiblemente eso no importa, dirán algunos, al fin de cuentas las exigencias educativas convencionales corresponden a la ‘lógica’ del capitalismo neoliberal donde los estudiantes son simples medios, educados para ser mano de obra barata.
Los dirigentes magisteriales reivindican un discurso ‘progresista’, ese es su derecho. Pero sus consignas, más allá de la autojustificación implícita para no hacer lo que deben hacer: enseñar, educar, instruir, tienen efectos contrarios sobre la vida de las personas a las que dicen defender y representar, agudizando un problema de cuya responsabilidad no pueden sustraerse: una educación para la pobreza, para la espera de dádivas (aunque digan que educan para no obedecer), y no para la innovación, no para la creatividad, no para el crecimiento ni la autonomía individual, etc.
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