Francisco Díaz Montilla
Instituido por la Unesco, el tercer jueves de noviembre de cada año se conmemora el Día Mundial de la Filosofía. Ese día podría celebrarse cualquier cosa, de modo que no ha de considerarse como algo especialmente intrínseco. Podría -además- discutirse si tal celebración o conmemoración es relevante o no lo es, pues -al fin de cuentas- ¿Qué sentido tiene la filosofía, su estudio y su enseñanza en el mundo de hoy?
Cuestiones como estas dan origen a enconadas discusiones entre estudiosos de la disciplina, pero es fácil advertir que la pregunta no es en (por) sí misma filosófica. Podría asumirse que se trata de una pregunta a responder desde el punto de vista curricular, o didáctico o pedagógico. Como sea, no está claro que -más allá de algunos lugares comunes (pensamiento crítico, autonomía intelectual, etc.) que se suelen dar como respuesta- la enseñanza de la filosofía sea una actividad socialmente útil. Si, bajo el supuesto de que la filosofía fomente el pensamiento crítico y la autonomía intelectual, ¿quiere decir que somos más críticos y autónomos intelectualmente por estudiar filosofía en el colegio y en la universidad? Desde luego que no. Enseñar (estudiar) filosofía no es garantía de nada, y con frecuencia se expresa mediante una cultura libresca y de citas inconducentes, aunque constituye -también- una condición propicia para fomentar ideas erróneas: que el filósofo es una persona lista, que tiene una comprensión profunda de las cosas y que el conocimiento que posee simplemente es incomparable, el filósofo es un ser prodigioso con representaciones anómalas que nadie más tiene, es decir, posee conocimientos, intuiciones, creencias privilegiadas; tal es su conocimiento, que incluso debería gobernar. La filosofía también puede ser una perniciosa fuente de mitos, de absurdos y tributar a la estupidez.
Posiblemente haya que resignarse, y admitir que la enseñanza (estudio) de la filosofía es una actividad socialmente inútil. Tal vez el espacio destinado a la filosofía en colegios y universidades habría que destinarlo a tareas más útiles, como la programación, la matemáticas, las finanzas, el comercio, la robótica y el desarrollo del pensamiento computacional; o a tareas más lúdicas como el deporte, el arte o la literatura (cada época tiene su trivium y/o su cuadrivium). Cuestiones prácticas, realmente productivas, necesarias y valiosas para proveerse de condiciones materiales que permitan a las personas vivir con relativo decoro.
Pero ha señalado Russell (Los problemas de la filosofía, p. 97) que “el hombre práctico, en el uso corriente de la palabra, es el que solo reconoce necesidades materiales, que comprende que el hombre necesita el alimento del cuerpo, pero olvida la necesidad de procurar alimento al espíritu”, y agrega: “El valor de la filosofía debe hallarse exclusivamente entre los bienes del espíritu, y sólo los que no son indiferentes a estos bienes pueden llegar a la persuasión de que estudiar filosofía no es perder el tiempo”.
Posiblemente, la mayoría de la población sea indiferente a dichos bienes, y -por ello- la inclinación hacia cuestiones filosóficas sea un asunto de minoritaria minoría. No se puede forzar la situación: imponer formas/cánones de pensamiento poco tiene que ver con filosofía. Escribió Sellars (La filosofía y la imagen científica del hombre, pp.- 645-646): “Cuando se la formula abstractamente, el objetivo de la filosofía consiste en comprender de qué medio las cosas […] están relacionadas entre sí […]. Así, pues, alcanzar un logro filosófico será ‘saber cómo manejárselas’ con respecto a todas esas cosas; pero no de la irreflexiva forma en que el ciempiés del cuento sabía cómo bandearse antes de que se le presentara la pregunta de cómo andaba, sino de la reflexiva manera en que quiere decir que no se imponen condiciones intelectuales”, pretender hacerlo -la imposición de condiciones intelectuales- tiene más de ideológico que de filosófico.
Desde luego, esa reflexión a la que alude Sellars puede no llevar a parte alguna, es impensable pensar que la filosofía pueda ser exitosa en sus acometidas. Sigue diciendo Russell: “No se puede sostener que la filosofía haya obtenido un éxito realmente grande en su intento de proporcionar una respuesta concreta a estas cuestiones” (p. 98). En fin, si de éxito se trata, a la filosofía le iría mal, muy mal al compararse con la ciencia: “Si preguntamos a un matemático, a un mineralogista, o a cualquier hombre de ciencia, qué conjunto de verdades concretas ha sido establecido por su ciencia, su respuesta durará tanto tiempo como estemos dispuestos a escuchar. Pero si hacemos la misma pregunta a un filósofo, y éste es sincero, tendrá que confesar que su estudio no ha llegado a resultados positivos comparables a los de las otras ciencias” (ibid.). Desde este ángulo, pienso que la filosofía ha de ser vista más bien como fracaso: la historia de la filosofía es en gran medida la historia de pretensiones fracasadas: explicar qué es el conocimiento, qué es la verdad, la belleza, el bien, la justicia, etc. Todo ello involucra preguntas magnas, grandilocuentes, cuyas respuestas son auténticas torres de Babel.
Posiblemente hay quienes piensen que se trata de cambiar de estrategia, que hay que hacer de la filosofía algo situacional y atenerse no a problemas abstractos que no llevan a nada sino a considerar problemas concretos en el marco del mundo de la vida. Pero esto es tanto como gastar (duplicar) innecesariamente recursos. ¿Para qué la filosofía política si ya está la ciencia política?, ¿para qué la filosofía social si ya está la sociología?, ¿para qué la ética si ya está el derecho? ¿Para qué la filosofía de la ciencia si ya está la ciencia? Curiosamente, todas estas preguntas tienen un rasgo filosófico, y por ello, intentar responderlas categóricamente no lleva -como toda pregunta filosófica- a nada estable.
Pero tal vez en esto precisa y paradójicamente radica el valor de la filosofía, señala Russell: “el valor de la filosofía debe ser buscado en una larga medida en su real incertidumbre. El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía va por la vida prisionero de los prejuicios que derivan del sentido común, de las creencias habituales en su tiempo y en su país, y de las que se han desarrollado en su espíritu sin la cooperación ni el consentimiento deliberado de su razón. Para este hombre el mundo tiende a hacerse preciso, definido, obvio; los objetos habituales no le suscitan problema alguno, y las posibilidades no familiares son desdeñosamente rechazadas. Desde el momento en que empezamos a filosofar, hallamos, por el contrario, […], que aun los objetos más ordinarios conducen a problemas a los cuales sólo podemos dar respuestas muy incompletas. La filosofía, aunque incapaz de decirnos con certeza cuál es la verdadera respuesta a las dudas que suscita, es capaz de sugerir diversas posibilidades que amplían nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre” (p. 100). En fin, si queremos respuestas últimas, definitivas e inapelables, la filosofía no es el camino, tampoco la ciencia pese a sus logros; si de respuestas últimas se trata, para eso está la religión. Si se buscan y quieren resultados concretos y tangibles, entonces estudiar filosofía es una literal pérdida de tiempo, algo que -en general- las personas no merecen: perder el tiempo debe ser producto de una decisión individual y no una decisión administrativa en el curriculum. Por ello, el estudio de la filosofía debe ser una opción, nada más que eso, estudiarla para obtener respuestas es una pésima idea, no es dable esperar que la filosofía impacte de alguna manera en la vida colectiva y/o individual, pues la filosofía no tiene capacidad para responder a las preguntas que plantea y a los urgentes problemas de la gente.
Para qué entonces un Día Mundial de la Filosofía. Tal vez para nada; aunque para Unesco, la filosofía es una escuela de libertad, donde “libertad” se entiende más bien políticamente, porque en el fondo se espera que la filosofía adoctrine, que sea caldo de cultivo ideológico, en fin, que ilusione y venda esperanza. Yo no creo que eso sea conveniente. Por eso, me inclino por un sentido más mundano y desesperanzador, algo en la línea de Deleuze (Nietzsche y la filosofía): un día mundial de la filosofía para entristecer, para hacernos conscientes de que el mundo dista de ser el que soñamos, que no lo será, que es imposible que lo sea, y que -posiblemente- no se trata tanto de cambiar el mundo, sino de cambiar nuestros sueños, de hacerlos más realistas, des-utopizarlos. Pero esa filosofía para entristecer desborda las burocráticas intenciones de la Unesco, es asunto del día a día.
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